James J. Spencer
Los siguientes párrafos corresponden a extractos del texto original de James J. Spencer (*) cuando en 1872 se convirtió en el primer explorador en coronar la cima del "Pico de Naiguatá" (2.765 metros sobre el nivel del mar), la mayor elevación de la Cordillera de la Costa.
La traducción original es de Nicanor Bolet Peraza.
“Animado desde mi llegada a este hermoso país, pude realizar al fin en los días 6, 7 y 8 de abril último, una ascensión a la Silla en unión de varios amigos. No le di a mi viaje otro carácter que el de placer.
Llamó sin embargo mi atención el elevado Pico de Naiguatá que se levantaba atrevidamente a alguna distancia de la silla…se reputaba como inaccesible este pico ya que personas aseguraban de que en las selvas que lo rodeaban se ocultaban animales cuya sola ferocidad bastaba para hacer temeraria la empresa de atravesarlas…me sentí más y más deseoso de ser el primer humano que posase su planta sobre la aguda cima; y abrigado al mismo tiempo el propósito de recoger en provecho de este país a quien debo tan grata hospitalidad.
Fueron mis acompañantes: el General Leopoldo Terrero; el joven artista Ramón Bolet; el señor Antonio Goering miembro de la Sociedad Zoológica de Londres; el señor Gustavo Adolfo Hûbel, ingeniero minero; el joven Dr. Simón Vaamonde, hombre de ciencia; y el señor Enrique Lisboa.
A la 1 y 25 p.m del día 21 de abril, y en momentos en que el termómetro marcaba 85 grados Fahrenheit (10.5 centígrados, lo que representa que para aquella época la temperatura de Caracas era casi la del páramo), salimos de la capital, montados en mulas y tomamos el camino hacia el este…Llegamos al bello caserío de Sabana Grande a las 2 y 55 minutos. Allí descansamos y nos dirigimos hacia un lugar de hermocísimas plantaciones llamado Los Dos Caminos.
En este lugar nos esperaban los guías y peones en número de ocho. Eran los primeros, Miguel y Julián Rivero, Ambosio Mesa y Meliton Cuervo, y los últimos, Antonio Pacheco, José Luis Sanoja, Juan José Guillén y mi sirviente Juan Evangelista Fernández. De allí continuamos en la vía hacia Petare para pasar la noche.
Discutimos esa noche cual vía tomar y quedó aceptada la que sugirió el Dr. Vaamonte quien creía conveniente ascender por el estribo de la montaña opuesto a la silla.
A las 4 y 40 minutos del día siguiente salimos todos en número de 15, el termómetro marcaba 5 grados (de ahora en adelante diré la temperatura en grados centígrados)
Quince minutos después de comenzada la ascensión llegamos a una altura de 3.725 pies y la temperatura bajó a 3 grados.
En estos momentos se olvidan los años, se siente el cuerpo ávido de impresiones y de movimientos y el camino parece corto por incómodo que sea.
Seguimos subiendo hasta la fila. El termómetro marcaba 2 grados y el barómetro revelaba que estábamos a una altura de 5.375 pies.
Las ocho de la mañana se hicieron cuando echamos pié a tierra en Cerro Duarte, continuamos subiendo el casi perpendicular camino. Sometidos ya a la incómoda acción del sol que se levantaba con fuerza detrás de la fila del Naiguatá. Las nueve justas eran cuando llegamos a una choza de carbonero donde debíamos dejar a las bestias, pues a poca distancia de allí el camino concluía El termómetro marcaba 7 grados y el barómetro 2100 metros.
Por donde quiera íbamos encontrando fresas y moras silvestres de las que tomábamos para mitigar un poco la sed.
Llamome la atención ver en el camino grandes talas de maderas preciosas para construcción y otros usos. Conveniente sería imponerles el deber a cada uno de los carbonero de sembrar una mata por cada árbol que derriben.
A las 10 y 20 llegamos a un lugar donde termina por completo todo el camino y en donde se encuentra la última fuente, nos encontrábamos a 2180 metros y la temperatura era de 12 grados.Agarrándonos penosamente de los troncos y a haciendo que los peones talasen con sus machetes el monte que no mostraba camino alguno, comenzamos a subir la horrible pendiente de aquella montaña.A las 12 y veinte minutos después llegamos al pié de una roca, a la que le dimos el nombre de La trinchera y cuya cumbre ganamos a la 1 y 5 minutos. La parte de la montaña donde nos encontrábamos mereció el nombre de Cerro de los Treinta y dos Diablos, aludiendo a que solo valiendo por dos diablos cada uno de los 16 expedicionarios, podíamos haber llegado hasta aquel lugar.
Continuamos en seguida hacia la próxima eminencia y a las 2 y 10 minutos la coronamos. Quisimos descansar allí pero nuestro amigo Antonio Goering nos advirtió el peligro que corríamos de ser molestados por las fieras, y resolvimos continuar, dejando eternizada nuestra gratitud por tan humanitaria advertencia, con el nombre que a aquel cerro dimos de Punta de Goering.
Una grave cuestión vino a presentarse, sin embargo, arrojando sombras en todos los semblantes. E1 agua que nos restaba no era ni medianamente bastante pare llegar hasta el Pico, ni siquiera para pasar la noche. La situación era por demás conflictiva: en lo adelante no había que contar con que encontrásemos una sola gota a tan inmensa altura y en una estación de verano como la que atravesábamos; y en cuanto a la fuentecilla de donde nos habíamos provisto, era ocioso pensar en volver a ella desandando lo que con tanto trabajo habíamos ganado.
Ocurrióseme en este apuro mandar a algunos de nuestros peones en busca de agua, lo que pude conseguir de ellos mezclando a los más calurosos elogios, las persuasivas razones de libras esterlinas. Partieron tres de ellos en dirección de la Fuente de la Vida -como convinimos en llamar a aquella que ya he mencionado, prometiéndonos estar de vuelta a la mañana del siguiente día; y con esta esperanza nos entregamos a devorar una deliciosa comida en que figuraban en primer término esos deliciosos pasteles que aquí se conocen con el nombre de hallacas.
Hecha poco después la recolección de la leña y malezas que habían de alimentar las fogatas por la noche pare librarnos de los rigores del frío, y antes que todo, pare alejar las probabilidades de una visita extemporánea del rey de aquella selva, nos divinos a la entretenida ocupación de examinar nuestros dominios. Enormes mesas de rocas, colocadas en ese desorden peculiar a la naturaleza, que en caprichosas líneas despliega la variedad o la armonía, formaban ya baluartes, ya galerías, ya bastiones o recintos como nuestro campamento, ya terrados desde donde la vista podía perseguir las lejanas fajas de horizontes extensísimos.
Montados sobre una de las más elevadas de aquellas rocas, comenzamos a tomar notas unos, a dibujar otros, y a pintar Bolet, mientras que Terrero se ocupaba de herborizar. Eran las seis y media de la tarde.
A las 7 de la noche el termómetro bajó a 0 grados, marcaba el barómetro 2.550 msnm. El cielo estaba hermoso; el aire puro, y todo convidaba a gozar de tan bella noche.
…Logramos trepar la cúspide de esta eminencia, que como la anterior no permitía que se la flanquease por ningún lado, ya por lo fragoso del terreno, ya porque la cordillera no se estriba en la altura, estando sus más elevados contrafuertes como a 100 metros más abajo de la fila; y algunos, como el del lado N. O. del Naiguatá. Es mi creencia que el solo camino por donde es accesible aquel elevado pico ea el del espinazo de la cordillera, que era el que nosotros seguíamos, donde las rocas, ásperas como una lima, ofrecen apoyo suficiente en esta peligrosa ascensión. Estando aun en la cumbre oímos doce cañonazos disparados por un buque de guerra español que saludaba el puerto de la Guaira, y cuyas detonaciones llegaban distintamente hasta nosotros.
…Varias y singulares son las formas que allí tienen las rocas; ora parecen paredes adoquinadas con esmero, ora tienen el aspecto de columnas coronadas por turbantes como se ven en Ios cementerios musulmanes; las hay que pudieran confundirse con hermosos sillones y sofás, mas entre todas llama la atención una gran media luna perfectamente cincelada, cuyo dibujo nos apresuramos todos a trazar en nuestras carteras.
Con grandes dificultades descendimos a un vallecito cuyo fondo parece que lo llenan las aguas en el invierno, pues todavía encontramos en la tierra gran humedad y aun plantas que viven también en el agua, según aseguro el Dr. Vaamonde.
Después de mil vueltas que nos obligó a hacer lo irregular del terreno, logramos la cresta del penúltimo pico.
…Tal como un grupo de guerreros que escalando impetuosos una torre, más que en las manos y en los pies, están sostenidos por el equilibrio, y alumbrados por la gloria, la muerte les sonríe; así nosotros, arrebatados violentamente por nuestro entusiasmo, nos dirigimos hacia la próxima aguja.Diez minutos después aquellos senos sin ecos ondularon el grito de Hurra NaiguatáNuestras plantas hollaban, las primeras, la aguda cima del soberbio pico, una de las más grandes alturas cercanas al océano.
Eran las 11, 41 minutos y 10 segundos de la mañana del 23 de abril de 1872"
(*) Spence, James Mudie(Inglaterra, 1836-1878)
Viajero, pintor, escritor. Entre 1871 y 1872 estuvo en Venezuela con el objeto de estudiar la posibilidad de una explotación británica bien fuera de carbón o de guano, interés que lo llevó a conocer distintas partes del país. Se relacionó con poetas, escritores, científicos y artistas, y fue nombrado miembro corresponsal de la Sociedad de Ciencias Físicas y Naturales de Caracas.
En julio de 1872 organizó la Primera Exposición Anual de Bellas Artes Venezolana en el Café del Ávila, y posteriormente la llevó a Manchester y a Salford en Inglaterra. La muestra fue visitada por cerca de doce mil personas en Caracas y marcó un hito en círculos artísticos venezolanos. Logró reunir medio centenar de obras entre óleos, acuarelas, dibujos y fotografías de artistas locales como Nicanor y Ramón Bolet Peraza, y de extranjeros como Henrique Neun, Anton Goering y sir Robert Ker Porter, según el catálogo Illustrationes of Venezuela: Catalogue of works of art & c., collected during eighteen months travel in that republic, 1871-2 publicado en Manchester.
En las excursiones que hizo con Ramón Bolet y con Goering, Spence realizó algunos dibujos y acuarelas de carácter descriptivo que expuso en el Café del Ávila. Aunque su libro The Land of Bolívar, or war, peace and adventure in the republic of Venezuela, editado en Londres por Sampson, Low, Marston, Searle & Rivington en 1878 (23 x 15 cm), no especifica quién dibujó las láminas, varias se le atribuyen al propio autor y las otras a Ramón Bolet y a Goering.
Spence retornó a Inglaterra con el nombramiento de cónsul de Venezuela en Manchester.
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