sábado, 14 de junio de 2008

IRENE LOZANO: Todos quieren ser liberales

Todos quieren ser liberales (*)
POR IRENE LOZANO


“Liberal” es una de las palabras tocadas por la redefinición de «conservador» a la que se opone. Se trata de un concepto vidrioso y polisémico como pocos. Trabaja tanto que sin duda Lewis Carroll le abonaría una paga extraordinaria. En primer lugar, alude tanto al sistema que es expresión privilegiada de las ideas de la modernidad como a una corriente ideológica nacida dentro de ese sistema. En esta última esfera, su significado no sólo varía de unas épocas a otras, sino también geográficamente. «Liberales» eran los de las Cortes de Cádiz; de «liberal» tachaban a Nicolas Sarkozy sus adversarios, durante la campaña de las elecciones presidenciales de 2007, para evocar los fantasmas de la desregulación empresarial; de «liberales» son tildados en Estados Unidos los defensores del New Deal de Roosevelt, gente que en Europa consideraríamos socialdemócrata; y «liberal» es considerado también, en Gran Bretaña, quien simplemente defiende las libertades individuales y la iniciativa privada. (...)
Muchos liberales se encuentran hoy sumidos en profundas contradicciones en su deslizamiento a posiciones conservadoras, pues forma parte esencial de su ideología la separación radical de la Iglesia y el Estado, así como la reivindicación de la autonomía del individuo; en suma, un rechazo de las doctrinas eclesiásticas ortodoxas en lo tocante al divorcio, el aborto, la contracepción o la homosexualidad.
Otra contradicción mayor asoma en su horizonte. El liberal es, por decirlo en palabras de Larra, «el símbolo del movimiento perpetuo», se inspira en la utopía del progreso indefinido, y en la confianza en las conquistas de la ciencia y la técnica para erradicar la enfermedad y el mal. Su proyecto político, plasmado en declaraciones como la de los Derechos del Hombre y del Ciudadano se fundamenta en el imperio de la ley, por lo que difícilmente puede comulgar con una desregulación que impida el control de los poderes económicos y propicie un desequilibrio entre los distintos poderes que supone un retroceso respecto a lo propugnado hace dos siglos. El liberal se ve hoy empujado al pesimismo, pues en la medida que acepte las premisas del pensamiento neoconservador se vuelve antiliberal.
Pese a la confusión reinante en torno al concepto de lo «liberal», o quizá por ello, se ha convertido en una palabra fetiche: pocos políticos desperdician la ocasión de identificarse con ella, como si les fascinara el hecho de que puede significar cualquier cosa. Cuando José Luis Rodríguez Zapatero era aún líder de la oposición, lanzó su célebre proclama por un «socialismo liberal y libertario»; años después, su vicepresidente económico, Pedro Solbes, se definiría políticamente con otro galimatías cuando dijo ser «un socialdemócrata liberal». También Aznar, ubicado ideológicamente mucho más cerca del neoconservadurismo que del liberalismo, ha proclamado ser un «liberal clásico». (...)
Privatización de conceptos
El riesgo de las épocas de significados inestables es precisamente que nos ponen a mano una poderosa tentación: la de redefinir los conceptos a partir de criterios privados o personales, no comunes, como requieren los conceptos estables. Decir «Un liberal soy yo» es hacer un juego de lenguaje para modificar las reglas mientras se está jugando, lo cual no deja de ser tramposo. Nos remite, asimismo, al estadio primitivo del aprendizaje del habla descrito por Agustín de Hipona en sus Confesiones: «Cuando ellos nombraban alguna cosa y consecuentemente con esa apelación se movían hacia algo, lo veía y comprendía que con los sonidos que pronunciaban llamaban ellos a aquella cosa cuando pretendían señalarla». Pero este tipo de aprendizaje, como señala Wittgenstein, sólo sirve para el vocabulario que alude a una realidad tangible en el mundo externo. El lenguaje político no es de este tipo, no se puede explicar a los ciudadanos mediante la deixis, como si fueran niños (...).
Conservador y de izquierdas
Se puede ser conservador y de izquierdas, como lo eran los jerarcas soviéticos del ala dura que, en los años ochenta, se oponían a las reformas planteadas por Gorbachov. También se puede propugnar una revolución de derechas, como en los casos de la Falange Española, el Partido Fascista italiano o el Partido Nazi alemán. En la descripción tipológica del fascismo hecha por Stanley G. Payne, queda claro que sus objetivos políticos responden a un esquema revolucionario, tanto en la estructura del Estado que propugnan -un nacionalismo autoritario no inspirado en principios o modelos tradicionales- como en su búsqueda de una estructura económica nueva -«integrada, regulada y pluriclasista»-, así como de un cambio radical en la política internacional.
También resulta posible, y acorde con el eclecticismo posmoderno, sostener una ideología a la carta: con unos gramos de ideas tradicionales y otros de progresismo, si bien este cóctel convierte el debate político en un caos como el que se ha visto en España durante la legislatura de Zapatero (2004-2008). El Partido Socialista, de vocación y raíces universalistas e internacionalistas, aliado con los nacionalismos esencialistas de Cataluña o el País Vasco, y enfrentado a la oposición del Partido Popular, que invocaba los ideales igualitarios y la Ilustración al tiempo que se manifestaba de la mano de los obispos contra el matrimonio homosexual o se oponía a algo tan ilustrado como la asignatura de Educación para la Ciudadanía.
La contradicción lógica, que excede las tensiones soportables para el lenguaje, se encuentra en la reivindicación de conservadurismo y cambio. En ese momento, el Clotaldo de «La vida es sueño» exclamaría escandalizado: «¿Qué confuso laberinto es éste, donde no halla la razón el hilo?».
(...)
Un desarreglo similar refleja la frase con que Tony Blair se definió a sí mismo cuando estaba a punto de abandonar el cargo. Timothy Garton Ash le preguntó en una entrevista cuál era la esencia del blairismo y el aún primer ministro contestó: «El intervencionismo liberal». ¿Otra trampa de Humpty Dumpty? En un intento de aclararla, el historiador británico aseguró que se trataba de «una concepción progresista del mundo que parte de la realidad de la interdependencia en una era de globalización y actúa con arreglo a unos valores determinados». Una explicación impenetrable por cuanto no aclara lo más necesario: los valores con arreglo a los cuales actúa ese «intervencionismo liberal».
La desvirtuación de la izquierda, convertida en conservadora y defensiva de un modo u otro, tampoco deja a la derecha bien parada.
En los dos siglos transcurridos desde la Revolución francesa, los conservadores sólo hanimpulsado los cambios, sólo han sido revolucionarios en un momento muy concreto de la historia: en la Europa de entreguerras desconcertada por la masacre de la Primera Guerra Mundial y acobardada por el triunfo de la revolución soviética. Junto a la derecha conservadora, surgen en esos años movimientos y partidos que Payne caracteriza como derecha radical, autoritaria, antiliberal y antimarxista. En algunos casos, aparecen de forma simultánea a los movimientos fascistas, con los que comparten tantos rasgos que, con frecuencia, se nutren entre sí o se alían. En ocasiones, esa derecha radical que «deseaba destruir todo el sistema político del liberalismo vigente y de arriba abajo» acaba eclipsada por el auge de movimientos fascistas mucho más poderosos.
«Revolución conservadora»
No es casual que también en aquella época se invocara de manera recurrente ese engendro lógico de la «revolución conservadora», especialmente en Alemania, coincidencia inquietante por demás: «La konservative Revolution es una tradición política que recorre todo el campo ideológico de la derecha alemana, al menos desde 1921 a 1934 y más adelante, hasta el año 40», asegura Jean Pierre Faye, que también recoge esta frase de Hitler: «Soy el revolucionario más conservador del mundo».
Ahora, como entonces, esa derecha no es defensiva, sino ofensiva; no aboga por la permanencia, sino por el cambio; no refunfuña ante las iniciativas ajenas, sino que toma las propias y obliga a los revolucionarios izquierdistas de antaño a ir a rebufo. En su libro «Una nación conservadora», John Micklethwait y Adrian Wooldrige, director y corresponsal en Washington de la revista The Economist respectivamente, ilustran esa nueva ideología conservadora con la sucinta descripción de una joven pareja de militantes del Partido Republicano estadounidense: «Para Dustin y Maura, el conservadurismo es un credo progresista. No tiene nada que ver con gente mayor aferrada a sus cosas, sino con gente joven que intenta cambiarlas». Lo que hasta hace poco constituía una oposición (conservador/ progresista) se convierte ahora en una equivalencia. El vocabulario actúa sobre nuestra percepción como lo describió Wittgenstein: «Pronunciar una palabra es como tocar una tecla en el piano de la imaginación». Y cuando alguien dice «conservador», la imaginación nos dibuja un terrateniente, un banquero con un puro en la boca, un militar hierático, una aristócrata enjoyada, un hombre de orden, una beata de misa diaria. Estereotipos, sin duda, pero con su trasfondo de verdad, que no logramos ver en la estampa de dos jovencitos rebeldes. Del mismo modo, si pensamos en cómo el término «conservador» se emplea para referirse a la izquierda, la imaginación vuelve a carecer de referente, pues tampoco este vocablo nos sugiere un minero británico o un joven francés resistiéndose a ser explotado.
El lenguaje público dominante nos habla de «intervencionismo liberal», nos remite a jóvenes inquietos defensores de un «conservadurismo progresista», está poblado de «conservadores ansiosos de cambio» y de viejos revolucionarios que recelan de todo lo que huela a reforma o tenga trazas de cambio. Lo nuevo se vuelve omnipresente en una política frente a la cual se alza la sospecha de la mistificación permanente: neoconservador, neoliberal, Nuevo Laborismo, Nueva Izquierda.

(*) Tomado del diario ABC de España: http://www.abc.es/hemeroteca/historico-11-05-2008/abc/Domingos/todos-quieren-ser-liberales_1641858344857.html

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