jueves, 3 de julio de 2008

Mujeres singulares: aventureras, espías y contrabandistas




Mujeres singulares: aventureras, espías y contrabandistas
Por Mikel Rodríguez

Lo convencional ha caracterizado la vida de la inmensa mayoría de las mujeres a lo largo de la historia. Tanto si su destino era el matrimonio, el convento o el burdel, la existencia del género femenino transcurría por un camino estrecho, prefijado, de límites bien marcados. Una tupida red de reglas – escritas o no – limitaba la libertad personal y la capacidad de opción de las mujeres. Por eso resulta interesante recordar la singularidad de los casos de tres mujeres que rompieron los moldes establecidos en el tradicional País Vasco de la primera mitad de siglo.


Chateau d'Andurain


• La aventurera: la condesa Marga d´Andurain

A inicios de siglo, la población del País Vasco francés no llegaba a los 150.000 habitantes. Se trataba de una sociedad rural, cerrada sobre sí misma, donde la industrialización y las nuevas ideas no habían hecho apenas acto de presencia. Una región conservadora, ultracatólica y tradicionalista, donde el cura y los notables rurales todavía marcaban las pautas de comportamiento. En 1895, en la ciudad de Bayona nació Marga, cuya vida iba a escandalizar desde temprana edad a la buena sociedad de Iparralde y, más tarde, a toda Francia. Las peripecias de nuestra protagonista cumplen todos los tópicos de las novelas de kiosco: lujo y glamour, un matrimonio desigual, paisajes exóticos, amantes, alta política, crímenes, pasiones, traición y una muerte enigmática y violenta.

La familia de Marga era de la alta burguesía provincial y ella recibió una educación esmerada, siempre según los cánones de la época. Pero su carácter no se amoldaba a los libros, las oraciones y la costura, ni a la obediencia a padres y tutores. Así que se saltó todas estas dependencias siguiendo el método típico de la época. Conoció a un oficial de guarnición y se fugó con él del hogar paterno. Tenía entonces quince años.

Frecuentemente la huida del domicilio familiar al de la pareja conllevaba una nueva y más dura dependencia y estas cuestiones concluían con un matrimonio desgraciado o la vuelta de la deshonrada con sus padres, quienes intentarían casarla con alguien de clase social inferior y, consiguientemente, menos exigente. Pero en el caso de Marga no resultó así. Fuese por frío cálculo o porque cesó la pasión, la pareja pronto se rompió y meses después nuestra protagonista contraía nupcias con uno de los mejores partidos de la región, el excéntrico conde Pierre de Andurain. El noble, mucho mayor que ella, iba a proporcionarle los medios económicos y la libertad que ansiaba. La nueva y desigual pareja abandonó su castillo de Mauleón, dedicándose a ver mundo y a disfrutar de la vida, como otros millonarios de la época. Cuando estalló la Gran Guerra, el matrimonio se encontraba en viaje de placer por Egipto. Y allí fue donde su vida dio el giro definitivo.

La capital egipcia hervía de espías y secretos. A las actividades bélicas se sumaban los movimientos de las potencias occidentales para repartirse el Imperio Turco, la actuación de los sionistas y los intentos de los nacionalistas del Wafd para sacudirse la tutela inglesa. Franceses y británicos intentaban controlar a los emergentes líderes árabes e incluirlos en su clientela. En esta situación el Deuxième Bureau y el Intelligence Service hacían en El Cairo la guerra por su cuenta. Eran los ingleses quienes disponían de los mejores agentes: en el impresionante plantel del Arab Bureau sentaban plaza el legendario Lawrence de Arabia; la judía Sarah Aaronsohn, que había de suicidarse antes de confesar su misión; el eminente arqueólogo David Hogarth; el sabio arabista Philby, que se convirtió al Islam... Marga, olvidando su condición de francesa, se puso al servicio de la Gran Bretaña. El jefe para Oriente Medio del MO-4 británico le propuso su primer trabajo: espiar al jefe de los nacionalistas egipcios, Zaglul Bajá, para conocer sus contactos con turcos, alemanes y los rebeldes senussis. Nuestra protagonista carecía de experiencia en labores de espionaje, pero el atractivo personal de sus poco más de veinte años funcionó. Entonces Londres le encomendó una misión de gran calado: debía viajar a Riad para establecer conversaciones con el emir Ibn Saud, un salvaje muy difícil de tratar, pero que sentía gran atracción por las mujeres. En su senectud declaraba que desde los 11 a los 72 años había estado con más de 2000 mujeres.



El fundador de Arabia Saudita, cortejado por franceses y británicos, optó por la clientela inglesa, aunque desconocemos el peso de la francesa en su decisión.

Terminada la contienda parecía el momento de que el matrimonio volviera a su vida ociosa. Pero la adicción al riesgo había arraigado en ellos y la adrenalina iba a ser en lo sucesivo su medio natural. Es difícil saber qué hay de cierto y qué de exageración literaria en las andanzas que se le atribuyeron los siguientes años. En 1918 los condes se establecieron en Palmira, Siria, regentando el Hotel de la reina Zenobia. Nombre bien simbólico, el de la legendaria reina del desierto que desafió a los romanos. El hotel, que sigue abierto, conserva los muebles de estilo vasco de su vestíbulo y comedor. La prensa sensacionalista afirmaba que el establecimiento era frecuentado por el Deuxième Bureau, el MO-4, el GPU soviético, los nacionalistas sirios...
La convivencia de la pareja era tormentosa, con infidelidades por ambas partes, y acabó por romperse. Cuando parecía que ya nada podía sorprender en Marga, ella se superó. Se convirtió al Islam y se casó con un beduino viejo, analfabeto y de mala dentadura, Ben Suliman. Hay quien piensa que más que de amor se trató de la preparación de su nueva aventura. La francesa planeaba ser la primera mujer europea que entrase en la ciudad sagrada de La Meca. Lo intentó disfrazada de hombre, pero fue descubierta y sólo la intervención de su viejo conocido Ibn Saud - que en 1919 se había apoderado de la ciudad - le salvó la vida. El pobre Ben Suliman moría poco después. Las malas lenguas dijeron que envenenado.

En 1935 los condes de Andurain se reconciliaron y tomaron nuevas nupcias. Poco duró el matrimonio porque Pierre apareció muerto en su bañera, en Palmira. Según la prensa, apuñalado. Para este momento la viuda era muy famosa y en Francia ya le habían dedicado un libro. Marga volvió a su hogar y se estableció en Bayona. La buena sociedad no la recibía y ella prosiguió su vida libre, sin más criterio ni guía que la aventura y el dinero. Su inconformismo derivó hacia lo patológico, traspasando todas las reglas y las leyes. Cuando en 1936 estalló la Guerra Civil vendió informaciones a ambos bandos. Durante la II Guerra Mundial se la acusó de haber convertido su mansión en un prostíbulo de lujo para oficiales nazis, así como de organizar una red de mercado negro. Era una visitante asidua de la Villa Gobette, el cuartel general de la Gestapo en Hendaya. Ante el declinar nazi, Marga huyó a Argel, donde entabló contacto con los gaulistas, obteniendo un perdón parcial.

En 1945 se instaló en Tánger, dispuesta a seguir con la misma vida pese a sus cincuenta años. Desde el Djeilan, un yate de 18 metros, prosiguió con sus actividades, que finalizaron el 5 de noviembre de 1948. Ese día, su amante, un supuesto súbdito suizo – en realidad se llamaba Hans Abele y era un antiguo agente de la Gestapo - la mató a botellazos y arrojó el cadáver al mar. Su cuerpo apareció flotando en el puerto. El proceso seguido por el tribunal de Tánger no aclaró el móvil real del crimen.

• Las espías: Vitxori Etxeberria, Itziar Múgica, Delia Lauroba y Tere Verdes

La religión del nacionalismo exigía sus catequistas. Y así, en 1923 surgió la Emakume Abertzale Batza (Asamblea de Mujeres Nacionalistas) para difundir la buena nueva abertzale entre la sociedad. La mujer vasca comenzaba a salir de su microcosmos – caserío, cocina, fábrica e iglesia – para entrar en la vida pública. Catorce años después un grupo de jóvenes nacionalistas iba a vivir una extraordinaria experiencia.

Cuando estalló la Guerra Civil Española, la causa republicana opuso poca resistencia en Navarra. No obstante, en algunos valles pirenaicos persistió cierta oposición. En Isaba había algunas familias "rojas", y en el Baztán, algunos elementos del PNV. Entre ellos Vitxori Etxeberria, de Elizondo. Cuando en agosto de 1937 los batallones nacionalistas vascos se rindieron a los italianos en Santoña, el Gobierno Vasco deseaba conocer los términos exactos de la capitulación. José María Lasarte, que dirigía los servicios de inteligencia, buscó desde la seguridad de Bayona agentes que pudieran realizar esta operación. Y las mujeres debieron tomar el relevo de los hombres. En especial, las cuatro chicas: Vitxori, las donostiarras Itziar Múgica y Delia Lauroba y Teresa Verdes, de Bilbao.

Lasarte pensó en Vitxori, que había ayudado a escapar a Francia a algunos correligionarios. Le recomendó contactar con Itziar Múgica, y que entre ambas obtuviesen una copia de lo firmado en Santoña. Ninguna de las dos tenía experiencia en labores de información y no veían forma de realizar este cometido. Al final pidieron ayuda a otra joven, Delia Lauroba. Delia se había casado con José Azurmendi y vivía en la calle Miracruz de San Sebastián. Cuando estalló la guerra su marido fue nombrado comandante de Eusko Indarra, las milicias de ANV, los nacionalistas vascos que formaban parte del Frente Popular. José estaba detenido en la prisión del Dueso. Delia en sus visitas al penal había establecido relación con uno de los cocineros, paisano suyo, y a través de él obtuvieron la copia del Pacto de Santoña. Vitxori la pasó a pie hasta Bayona. Y así surgió el grupo, al que posteriormente se unió Tere Verdes.

Había 12.000 prisioneros republicanos en Vizcaya, 3.500 en Navarra, 1600 en Guipúzcoa y 800 en Álava. En octubre comenzaron los fusilamientos: primero ejecutaron a 79 presos del Dueso y a partir de diciembre los pelotones de fusilamiento se trasladaron a la cárcel de Larrinaga, en Bilbao. Desde Francia les pidieron información sobre la represión franquista para airearla internacionalmente. La única posibilidad de parar las ejecuciones residía en lograr la intercesión de las cancillerías extranjeras. El grupo actuó muy eficazmente. Lograron robar 200 expedientes de presos sin delitos de sangre condenados a muerte que convencieron a la opinión pública internacional de la brutalidad de Franco. Informaban a las embajadas del número e identidad de los condenados a la pena capital, así como de la fecha de su ejecución. Los gobiernos de Gran Bretaña, Francia, Italia, Argentina y Suecia intervinieron a favor de los presos. Más pasivo se mostraba el Vaticano, cuyo nuncio, Antoniutti, era partidario de la causa de los nacionales. El conocimiento de las ejecuciones frenó las represalias de Franco contra los vascos, pues no deseaba asustar a las democracias ni dejar en mal lugar a sus aliados italianos matando católicos. Pero, una jugada cruel del destino, José Azurmendi estuvo entre los que no pudieron salvar.
La organización crecía, y les buscaron un jefe. Varón, por supuesto. Vitxori llevó desde Francia el nombramiento al nuevo responsable, el ingeniero Luis Álava. Según cogían mayor confianza, su actuación se volvía más audaz: escamoteaban expedientes en cárceles y juzgados, falsificaban documentos y sentencias para evitar fusilamientos... La ineficacia de la administración franquista era tal que con un simple sello falso hacían milagros. Contaban con el apoyo - por razones humanitarias, políticas o venales - de bastantes personas: alguna monja, un pasante de los juzgados militares, el policía Arguiano, un oficial del ministerio de la Guerra... También comenzaron a procesar información para el ejército francés: composición de la Legión Cóndor, situación de los aeródromos españoles, fortificaciones pirenaicas, características técnicas de los aviones italianos, movimiento de buques del Eje... En total entregaron al Deuxième Bureau más de 700 notas. La red también ayudó a cruzar la frontera a 70 personas, entre ellas el futuro vicelendakari Javier Landáburu.





El grupo de aficionados lo estaba haciendo muy bien. Pero todo se torció porque el primer equipo demostró ser mucho peor que los suplentes. Los responsables de información del Gobierno Vasco en París huyeron ante la llegada de los alemanes y dejaron en el piso de la Avenue Marceau documentación que incriminaba al grupo. La Gestapo comunicó los datos a la policía española, que actuó con pasmosa lentitud. Durante seis meses no hicieron nada, pero a finales de 1940 comenzaron a dejarse ver por San Sebastián y Elizondo. Delia empezó a sospechar, pero antes de huir quiso confirmar que no se trataba de una falsa alarma. Su contacto en el ministerio de la Guerra podía informarles, pero era peligroso utilizar el teléfono. Así que mandó a Mario Salegui a Madrid. Le proporcionó un salvoconducto, el billete de tren y 2000 pesetas para imprevistos. En la capital Mario comprobó que el contacto había volado pero antes de que pudiera advertirles la policía cayó sobre el grupo. El 20 de diciembre de 1940 la político-social efectuó detenciones en Elizondo y en enero cayó la red en San Sebastián y Bilbao. Sólo tres personas lograron escapar.
Los llevaron a Madrid. Durante seis meses los interrogaron en la calle Fomento y luego trasladaron a las mujeres a las Ventas, a los sacerdotes a Porlier y al resto, a Santa Engracia. La vigilancia la ejercían monjas y el trato a las chicas era aceptable. Todos los días les llevaban la comida del Bar Náutico, regentado por un donostiarra. El control policial era tan defectuoso que una vez se presentó con el almuerzo el propio Mario Salegui, que también estaba en búsqueda y captura. La vista se celebró el 3 de julio y los cargos fueron adhesión a la rebelión y espionaje, con las agravantes de trascendentalidad y peligrosidad.





En el Consejo de Guerra se dictaron 19 penas de muerte, entre ellas las de nuestras protagonistas. El general Saliquet firmó la sentencia y las cuatro fueron conducidas a la galería de los condenados a muerte de Porlier. Parecía que todo había acabado. Sin embargo, de forma sorprendente dos meses después el juicio se anuló por disentimiento de la auditoría.





La nueva vista se celebró en el Supremo 14 meses después, en septiembre del 42. El fiscal pidió 14 penas de muerte. Al final la sentencia condenó a 30 años a Múgica y a Etxeberria, 25 a Verdes y 20 años a Lauroba. El único ejecutado fue el responsable de la red, Luis Álava. Pese a las peticiones internacionales para que conmutase la pena, Franco no cedió y lo fusilaron el 6 de mayo de 1943.





Las chicas salieron pronto de la cárcel debido a las presiones de los Aliados, con la satisfacción de haber escapado con vida y la frustración de ver como Franco también se salvaba. Hoy, 60 años después, Delia Lauroba, la única superviviente, aún puede contarlo.





La contrabandista: Maritxu Anatol





Un lugar común afirma que la frontera imprime carácter, que genera tipos humanos originales, poco respetuosos con las reglas y la sacrosanta autoridad. Si este tópico fuese cierto explicaría la figura de Marichu Anatol. Marichu nació el 24 de enero de 1909 en Irún, donde su padre poseía una agencia de aduanas. La familia tenía posibles: uno de sus hermanos era ingeniero, otro sacerdote y un tercero logró la Legión de Honor por sus investigaciones químicas. Marichu entró a trabajar en la agencia con gran escándalo, pues se consideraba que no era una actividad propia del bello sexo. Tenía doble nacionalidad, española y francesa, y muchos deseos de aventura y acción, que no se saciaban con el papeleo de la oficina ni con asuntillos de contrabando, principal actividad del Irún de la época.





Cuando estalló la guerra civil su familia se trasladó al otro lado del Bidasoa, a la parte francesa. En el verano de 1940 los alemanes confiscaron parte de su vivienda y quince soldados se alojaron allí. La Resistencia le ofreció colaborar en tareas informativas y de paso de fugitivos y ella dijo sí sin pensarlo dos veces. Su temperamento inquieto encontró por fin acomodo en las actividades clandestinas. Abastecía a los aviadores aliados derribados con huevos, verdura y calzado que conseguía en caseríos o en España, concertaba citas, buscaba alojamientos... “Eramos un grupo de aventureros, de personas decididas”, así definía retrospectivamente su actividad. Pasó por la comisaría de la Gestapo en Bayona y por la prisión de Biarritz. Logró mantenerse firme en los interrogatorios y la soltaron.





En la red Comète para la que trabajaba desconfiaban de sus métodos. Marichu se movía con soltura en los familiares ambientes del contrabando, donde proliferaban los confidentes. Uno de los contrabandistas de su grupo fue visto saliendo de la Commandantur de Bayona. Ella lo defendió, afirmando que mantener tratos con los alemanes permitía obtener informaciones útiles para los pasos. Pero lo cierto es que en Comète descubrieron con horror que había bastantes personas que sabían de su existencia por indiscreciones de los contrabandistas. Por otra parte, el contacto de Marichu alojaba a los aviadores en una casa donde residía un agente de la Gestapo y la amante de un oficial nazi. Así que prescindieron de ella y de su equipo, encomendándole únicamente cambiar pesetas para el trayecto a través de España.





Finalmente los peores temores se cumplieron y el 13 de julio de 1943 el grupo de Marichu fue detenido por la Gestapo. Tres fueron deportados a Alemania – de donde volvieron maltrechos pero vivos - y Marichu logró salvarse. Sin embargo, su forma de actuar independiente y personal gustó poco en Londres y no obtuvo ninguna de las medallas que se repartieron con generosidad tras la Liberación. En 1945 Marichu volvió a Irún donde dirigió su propia agencia de aduanas en los años sesenta. Falleció en 27 de agosto de 1981.








Tomado de: La Guerra Civil en el país vasco




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